
Desde el sábado me acompaña, la veo a diario cuando regreso a casa. Cada día un poquito más grande y, siempre que la veo, mis pensamientos cruzan el oceano. Pero hoy ha sido especial. Una de esas vistas, uno de esos momentos, que se desean guardar en la mente para siempre, que emocionan por lo bellos que nos parecen.
Caía la tarde de un día raso y claro, frío y soleado, típico del invierno madrileño. El cielo, que había sido de un intenso azul claro durante todo el día, comenzaba a tornarse de un azul algo más oscuro frente a mi. Mientras yo conducía desde el sur al norte de Madrid de regreso a casa, con la música de nuestro ídolo, "Motivos", sonando de fondo. Y, de nuevo, surgió ella frente a mi, casi llena, blanca pura en el centro y medio transparente, dejando entrever el azul celeste por un costado. La miré y respiré hondo, un suspiro surgió de mis labios a la vez que dirigía mi mirada al espejo retrovisor para realizar un adelantamiento y, de pronto, tras de mi le vi, grande, rojo, brillante y resplandeciente...el sol.
Los dos frente a frente, el sol y la luna mirándose intensamente por unos momentos del día. Unos pocos instantes que les permite coincidir, saludarse y decirse cuanto se extrañan. Él se iba a dormir...ella comenzaba su jornada. El sol y la luna, cada uno a un lado del mundo...como tu y yo. La diferencia, cielo mío, es que ellos nunca podrán estar juntos más de esos instante al día y, nosotros, nos reuniremos en apenas un mes.
Hasta entonces, mira la luna mi amor, y suéñanos compartiendo un largo y cálido abrazo bajo su luz.
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